Unas salsas bien picantes se escuchan, con sonido de AM, en el viejo radiograbador. Paredes descascaradas por el tizne que alguna vez fueron celestes nos rodean. El agua está muy fria, me hiela las manos y hace la tarea bastante más dificil. Los platos no paran de llegar del salón que está repleto, pero la música y la dulce voz de doña Negra alegran y abrigan.
Entra una comanda y doña Negra suavemente sobresaltada me dice:
-Nos quedamos sin trucha Nico! No le vas a pedir a mi suegra que nos preste dos kilos?-
(Siempre nos quedamos sin trucha)
-Claro, Negrita, ya vengo.
Me seco las manos y salgo al patio oscuro, recorro el pasillo y subo los desparejos escalones, que ya despuès de casi una semana le agarré la mano y los paso casi sin trastabillar. Entro en el salón, muy bien ambientado con motivos andinos, y caliento las manos en la estufa que aclimata el lugar. Buenos blueses se escuchan bajitos. Paso esquivando mesas repletas de turistas ya un poco borrachos. Abro la puerta y me encuentro con Cristobal, el único mesero y encargado del lugar. Borracho, de unos 45 año, boliviano, recibido de antropólogo en Hungría, conocedor de varios idiomas y que siempre me recibe con una sonrisa y buenas historias de viajes para contar. Cristobal me convida una seca de un cigarro, unos tragos de "whisky boliviano" (té de canela con alcohol puro. La botella dice abajo en letra chica: alcohol de buen sabor, 96%; y se consigue en cualquier quiosquito callejero por la módica suma de dos bolivianos) para apasiguar el frio.
Le pregunto cuál es la tienda de la suegra de doña Negra y con los cachetes y la naríz ya enrojecidos por los efectos de la bebida, me indica con referencias poco claras como llegar.
Emprendo la caminata por el pueblo. Como dos cuadras más abajo queda la tienda. Un poco más abajo se distinguen las luces de los barquitos que flotan en la orilla del lago.
Llego a la tienda, nunca pude recordar el nombre de la señora, pero ella ya me conoce de pasar por el restaurant.
-Caserita (como se le suele decir a las señoras mayores y no tanto por estos lugares), me pidió doña Negra si no le presta dos kilitos de trucha hasta mañana, nos quedamos sin ninguna-
Le digo los más amablemente posible.
-Claro m´hijo-
Me contesta. Y no tarda en llegar del fondo con una bolsa negra que huele a pescado bien fresco. Agradezco amablemente y me retiro.
Vuelvo al local, lo esquivo a Cristobal que, ya muy charlador, está tratando de convencer a unos turistas de entrar a comer unas ricas truchas. Recorro nuevamente el cálido salón, bajo los complejos escalones, el pasillo y el patio a oscuras y me meto en la cocina.
La comanda traía varios pedidos. Doña Negra me agradece el mandado y me pide, apurada pero muy amablemente, que la ayude a armar unos platos.
Entre las escapadas a comprar cosas, que siempre faltan; el armado de los platos, que doña Negra siempre completa con el plato principal y el lavado de vajilla, las tres horas se pasan casi sin que me de cuenta.
Termino el día, me abrigo bien, saludo a doña Negra que me paga los treinta bolivianos (en caso de que sea una buena noche, si no son veinte), los que me alcanzan para pagar los cinco que pago por día en una pieza muy cómoda y calentita, con una hermosa vista del lago y un jardín verde enorme donde nos pasamos todas las mañanas y las tardes.
Salgo a la calle, y ahí me espera la negrita, ansiosa por arrancar y bajar a la costanera. Recorremos un camino de tierra de casi dos kilómetros a orillas del lago. Disfrutamos del oscuro paisaje, del cielo que sin luna deja ver todas las estrellas y más. Y terminamos llegando al hospedaje, dónde Catita espera con hambre y siempre buenas charlas para terminar la noche.
Algunas semanas de septiembre, Copacabana, Bolivia.
Algunas foticos de Copa, por mi amiguito Germán Ferreyra
La callecita dónde queda la tienda de la suegra de doña Negra, pero de día. Al fondo el lago
El lago transparente de día
La costanera que recorremos cada noche con la Negra Candi
La vista desde la cabaña, sin los micros. Ese era un día de fiesta en el que bautizaban a los micros rompiéndoles doce botellas de cerveza, según cuentan las malas lenguas
Y por último una foto de Germán, aprendiendo a hacer malabares, que pidió exclusiva participación a cambio de las fotos. Jajaj gracias Ger!